jueves, 1 de noviembre de 2007

Racismo

Opinión

Ricardo Rodríguez | larepublica.es / 27 oct 07

Pasados los primeros días de indignación instintiva por el brutal ataque de un energúmeno a una adolescente ecuatoriana, refluye la bestia que habita en muchos, en demasiados de nosotros. Y no me refiero al imbécil del barrio del agresor que responde a unos periodistas que ni siquiera cree que la patada llegara a darle en la cara a la muchacha, o a algún otro cretino que insulta a la ministra de exteriores de Ecuador por viajar a España para preocuparse por su compatriota (¡cuánto hubiésemos agradecido que reaccionara igual el gobierno de Aznar ante el asesinato de un periodista español por las tropas norteamericanas en el hotel Palestina, en Iraq! Hay gobiernos sensibles y gobiernos serviles, ya se sabe). Pero no, no hablo de los cafres manifiestos. Que de éstos hay, y hasta abundan, ya teníamos noticia. En un foro de Internet he encontrado a un animal que llega a afirmar que no hay que armar tanto revuelo porque «se hagan unas caricias a una puta ecuatoriana». En Internet, es cosa sabida, las alimañas se camuflan con facilidad. Pero no me refiero yo a éstos, sino a los cafres educados, a los elegantes. A esos que dedican dos palabras de impostada conmiseración por la joven y a continuación se lanzan con fervor a decir cosas como que cuando el ataque proviene de un inmigrante no tiene tanta repercusión, o que el agresor es un pobre diablo que no puede llegar ni a racista, o que este tipo de reacciones violentas pueden explicarse por la tensión social que engendra el excesivo número de extranjeros –de extranjeros pobres, se entiende- que pueblan nuestras ciudades. Si a cualquiera se le ocurriese tratar de justificar con argumentos similares un atentado de ETA sería inmediatamente procesado, y con certeza encarcelado, por apología del terrorismo. El mismo texto del auto judicial, según lo que hemos podido conocer por la prensa, es una muestra antológica de hipocresía y cinismo. No aprecia el señor magistrado el agravante de abuso de superioridad, aunque para cualquiera que no sea un completo asno es evidente que el atacante escoge a su víctima, entre otras cosas, porque sabe que no podrá defenderse. El señor magistrado no considera abuso sexual el pellizco del pecho de la joven, «por su fugacidad y manera de ejecución». No sabemos si seguiría pensando lo mismo en el caso de que alguien le pellizcara a él, «fugazmente», los testículos en un vagón del metro. Y, en cambio, sí que halla indicios de «intoxicación etílica plena», lo que en su momento podrá servir de atenuante. De manera que la joya ha quedado libre y sin fianza. Por este camino, al pobre corderillo que golpea salvajemente a una adolescente, le pellizca el pecho y le propina una patada en la cara en medio de nauseabundos insultos, se le condenará apenas a una multa de cincuenta euros, si es que no se le premia la gracia y los programas del corazón no empiezan a pasearlo por las televisiones para que nos cuente sus andanzas de apaleador de inmigrantes, a cambio de sus buenos emolumentos. Y a la joven atacada se le achacará haber provocado el ataque del que fue víctima. A ver si de una vez tenemos la gallardía de nombrar las cosas con corrección. Esto se llama racismo, pura y simplemente racismo, del que este país se está infestando hasta la orejas. Lo que todos vimos una y otra vez fue un feroz ataque racista a una adolescente. Y no lo es menos porque el agresor atesore entre otros muchos rasgos de temperamento el de ser un idiota; los racistas jamás han descollado por su inteligencia. Es racista el ataque y es racismo negar que el ataque sea racista. Y también es racismo intentar minusvalorar el hecho recordando que también existen inmigrantes que cometen fechorías o asegurando que se trata de un incidente ocasional. Todo lo contrario. Casualmente en esta ocasión hubo una cámara que grabó lo que sucedía y todos pudimos verlo. Pero cotidianamente se perpetran salvajadas similares sin que aparezcan en las noticias. El tal Sergi Xavier parece que se dedicaba con cierta asiduidad a tan estremecedor divertimento como quebrar cráneos de inmigrantes junto a los perros de Ricardo Sáenz de Ynestrillas. Hay causas sociales, económicas y culturales que explican la emergencia de la bestia del racismo en una sociedad, por supuesto. En la raíz se halla que ante la falta de una alternativa organizada a un sistema profundamente injusto, muchos reorientan su ira contra los más débiles –los inmigrantes, los excluidos, los diferentes. Algo que por lo demás fomentan ideológicamente siempre los poderes económicos y políticos interesados en que las capas populares no se organicen para luchar por la justicia para todos, indígenas o foráneos. Todo ello es cierto, por supuesto. Pero se llama racismo. Y cuanto antes le demos el nombre exacto y nos percatemos de cuan hondo ha calado el veneno, antes estaremos en disposición de actuar para atajarlo.

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